Alberto escribió este texto en 2016, y por desgracia parece que sigue vigente. Se los regalamos –con cambios mínimos– en este Día de la Madre. Ya verán por qué.
Acá en México, una organización de derecha conservadora llamada Frente Nacional por la Familia está convocando a marchas «en defensa de la familia» en varias ciudades para el 10 de septiembre [de 2016]. Cuenta con recursos para promoverse y ha ganado, por lo que se ve, muchos partidarios. Está en contra de una reforma propuesta para dar rango constitucional al matrimonio igualitario en todo el país, es decir, para agregar en la Constitución la posibilidad de la unión civil entre dos personas homosexuales a la ya existente de dos heterosexuales. Esto ya ha sido aceptado como legal por la Suprema Corte de Justicia.
El Frente también está contra el acceso a información sobre temas de reproducción, la igualdad de género y los derechos de la comunidad LGBTQ+. De hecho, ha empezado a utilizar el término “ideología de género”, que en realidad no tiene sentido, pero que otras organizaciones similares usan también y le permite dar connotaciones muy negativas a las luchas sociales alrededor de los temas de género. Según ellos, pedir derechos para esa comunidad no sería un acto de justicia sino el producto de una conjura malévola: un ataque, contra ellos, por parte de quién sabe quiénes.
Esa organización, pues, realiza una campaña de desinformación para asustar a sectores conservadores de la sociedad, magnificada por las redes sociales y las lecturas superficiales e irreflexivas que se fomentan en esas redes. Ha dicho cosas tan ridículas como que la reforma se propone despoblar al país. También ha permitido —cuando menos— que se propaguen ideas todavía más absurdas y un discurso de odio que me preocupa y me asusta. Sé de todo esto por las noticias que circulan y también por lo siguiente:
Me encontré en internet la foto que encabeza esta nota y cuya procedencia desconocía (ya me dijeron que fue difundida en 2015 por la empresa Playmobil). La repetí en mis redes sociales con este pie: «Yo quiero que en mi país no se discrimine a nadie. No a la homofobia». Agregué la etiqueta #NoEnNombreDeMiFamilia, que se está usando para expresar distancia del Frente Nacional por la Familia y de sus marchas. Éste juzga «normal» y apropiada sólo a la familia nuclear tradicional, con un padre y una madre casados y con hijos, y repite esta imagen en su publicidad. Por mi parte, sé que hay muchas familias con conformaciones diferentes, que no cuadran en este modelo único, y ocho de ellas están en la imagen justo con la familia tradicional: las parejas heterosexual y homosexuales sin hijos (recuadros 4, 5 y 6), la que no tiene hijos aunque sí mascotas (8), las de padres o madres solteros (7 y 9), la familia homoparental (1) y la familia lesbomaternal (3). Todas, como se ve, están colocadas en situación de igualdad, sin que ninguna predomine, y representadas con la misma simpatía.
Mi publicación de Facebook se viralizó (poquito): hasta el momento en el que escribo ha sido vuelta a compartir 654 veces, registra 446 reacciones (todas de agrado) en mi página y tiene 32 comentarios directos, varios de ellos con réplica o con muchas réplicas. Y en esas réplicas… se han armado discusiones muy ríspidas. Varias personas han evidenciado una homofobia profunda y no siempre reconocida como tal. Varias veces ha habido insultos. Varias veces se han invocado argumentos que no tienen mucho sentido, y que intentan disfrazar de otra cosa prejuicios que probablemente vienen de lecturas muy cerradas, y muy antiguas, de los principios de las religiones cristianas.
(Nota de 2025: me apena decir que, como mis cuentas de redes sociales de entonces ya han sido cerradas, todos esos comentarios se han perdido. Pero, créanme, ustedes han visto ya, sin duda, muchas publicaciones similares.)
Varias veces, incluso, se ha llegado a decir que hay una persecución contra los heterosexuales —como si fueran cristianos amenazados por un emperador romano—, lo cual me parece tan lejano de cualquier realidad documentada y observable que me horroriza, porque literalmente suena a locura. Hay en esto, según leo, un trasfondo que aquí sí puede llamarse ideológico, aunque casi nunca haya sido reconocido como tal: un trasfondo fascista.
Y todo el tiempo, como veo que ocurre en otros lugares, quienes apoyan al Frente Nacional por la Familia en los comentarios de mi nota han insistido —aunque no siempre con la misma franqueza— en que las familias que no cuadran con el modelo del Frente son «anormales», «aberrantes», «accidentes»; también, «peligrosas». La persecución, en realidad, parece estar en la mente de otros y tener como objetivo a otras personas. La escritora Martha Riva Palacio escribió sobre las implicaciones más perturbadoras de todo esto, más allá de los hechos del momento:
Dice El Frente Nacional por la Familia que quieren una educación sin ideología de género pero no es del todo exacto. Ellos tienen su propia ideología de género en la que la mujer es únicamente un vehículo reproductivo, en el que las personas (hombres y mujeres) no sólo no pueden decidir sobre su propio cuerpo sino que ni siquiera son capaces de nombrarlo. Una ideología de género que protege los intereses de una oligarquía que cree tener el derecho de administrar la sexualidad de aquellos subordinados a ella. Porque, ¿cómo puedes denunciar un abuso si desde niño te dicen que no eres dueño de tu cuerpo?
Se trata de una ideología, pues, que ha alentado durante siglos la violencia de género, la trata y el odio a todo aquello que es diferente y, que por lo tanto lo toma como una amenaza.
No es una ideología inocente. El mantener la «pureza» de la familia ha sido uno de los argumentos detrás de todas las limpiezas étnicas que ha habido a lo largo de la historia. Lo que está en juego ahora no es cualquier cosa.
Yo sostengo que todos debemos ser iguales ante la ley y tener los mismos derechos. Así de simple. El mío es hoy un país racista, clasista, homófobo, pero no debe serlo. Si hay aunque sea un poco de justicia —si merecemos algo de lo mejor de nuestra historia y de nuestras vidas, de las luchas de incontables personas que han padecido entre nosotros—, lo será menos en el futuro.
Y, como dije ya, también sostengo que muchas familias —muchos grupos de personas ligadas por lazos de afecto y parentesco para sobrevivir mediante el apoyo mutuo— no son y no pueden ser como la familia tradicional, sin que por ello pierdan el derecho de existir. Lo sé porque yo me crié en una de ellas.
Yo tuve no una, ni dos, sino tres mamás. Eran hermanas, que nos mantuvieron y criaron juntas con todo el cuidado y afecto que pudieron darnos. Para hacerlo, se especializaron: una de ellas se quedaba en casa y las otras dos salían a trabajar (mi madre biológica, de hecho, lo hacía en una ciudad vecina, y realizó el mismo viaje agotador de varias horas, de lunes a viernes, durante décadas). Los padres biológicos de mis hermanos y de mí nunca estuvieron presentes: mejor estuvieron los abuelos maternos, aunque ella murió en 1977 y él diez años después, o mi tío, hermano de mis mamás, aunque él tenía a su propia pareja (y tuvo, lo supimos mucho después, su propia descendencia; pero eso es otra historia).
Pese a todas las dificultades, jamás nos faltó comida, sustento ni educación. Tampoco tuvimos «perturbación» alguna: siempre entendimos la diferencia entre los progenitores biológicos y quienes nos cuidaban aunque no lo fueran. Y todos hemos crecido para ser, como antes se decía, personas de bien: no somos perfectos —evidentemente: nadie lo es—, pero, como mínimo, no matamos, no robamos, no abusamos de otros.
Esa fue la familia que tuve en la infancia. Las tres hermanas han muerto ya, al igual que su hermano, mi tío. Pero hasta el final tuvimos su preocupación y su cariño.
Los del Frente Nacional por la Familia sugieren que una familia como la mía vendría de la descompostura, del «accidente» de una familia tradicional, pero la verdad es que no fue así en mi caso, como no lo es tampoco en miles, o millones, de casos parecidos, que ocurren por todo México desde hace siglos. También sugieren que nuestra «infamia» es una mancha, una infamia. Y no, no lo es, y el sugerirlo es un insulto no solamente para nosotros, quienes sobrevivimos de esa familia, quienes siguen naciendo en ella, quienes vendrán todavía, sino para toda persona cuya vida no encaja en esos moldes estrechos, que no se apega a esos argumentos ñoños y absurdos.
Ahora he hecho mi propia familia, con mi esposa, y aunque hemos decidido no tener hijos tampoco somos un «accidente» por ello. Y tampoco puedo creer que lo sea ninguna otra de las familias no convencionales que conozco. Lo que une a las familias que funcionan, que hacen más bien que daño, no es la obediencia a un conjunto de roles tradicionales, sino algo que se nombra con otra palabra antigua: el amor, el deseo del bien del otro.
Lo que más me preocupa es que, simplemente, no haya espacio para razonar con las personas que defienden lo que, en el fondo, es una iniciativa de discriminación: no de proteger sus derechos sino de reducir los de otras personas. A lo mejor pesa más el odio, el miedo y el deseo del mal para lo que no se conoce o no se comprende. He hablado de mis familias y su «rareza», pero sé perfectamente que yo soy privilegiado si se me compara con las mujeres, la comunidad LGBTQ+, los miembros de pueblos originarios… Yo nunca he sido atacado en la calle por ser quien soy. Nadie ha intentado matarme por cómo vivo mi vida.
Eso sí: como sé que esto ocurre ahora mismo, en mi país y (de manera aún más espantosa) en muchos otros lugares del mundo, no quiero que le ocurra a nadie más.