Nota de Raquel: Este artículo lo escribí en 2020, en pleno encierro pandémico. Iba para una revista que al final no lo publicó, y se quedó inédito hasta el día de hoy.
Vamos a aprovechar este espacio para ir publicando artículos como estos, tanto míos como de Alberto, y en especial aquellos que ya se han quedado medio perdidos en la red (o fuera de ella) tras su primera aparición.
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En esta época de encierro, internet es mi zoológico.
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(Por favor, no piensen mal. A ver, me explico.)
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Estamos en tiempo de pandemia, encerrados para evitar el contagio y la propagación de un virus contra el que no hay cura, y que pasó de un murciélago a un ser humano. Lo digo porque tal vez este artículo sobreviva al presente, y en épocas futuras no se recuerde este momento de interrupción de la especie humana. Tampoco sería la primera vez: en la Edad Media sucedía todo el tiempo, y lo tengo presente porque (afortunadamente) tengo un Twitter, un Instagram y en general unas redes sociales bastante monas: en vez de ver troles o sabandijas parecidas, hago como los monjes medievales y me pongo a ver criaturas fabulosas, sobre todo en libros antiguos.
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Así que tal vez debería decir, con más precisión, que en esta época de encierro, internet es mi bestiario.
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En otros tiempos, la apreciación de estas imágenes medievales era privilegio de unos pocos, principalmente académicos que acudían a bibliotecas públicas y privadas para acceder a sus colecciones más valiosas. Y principalmente hombres, por supuesto. Todavía en el siglo pasado, en su famoso ensayo Una habitación propia, Virginia Woolf contaba la frustración que podía padecer una mujer en un campus universitario inglés si tenía la idea atrevida de intentar entrar en la biblioteca, pues una guardia palaciega de scholars y lecturers la rechazaría y le exigiría contar con una cita y la compañía de un chaperón del sexo masculino, para no manchar tanto (supongo) los pasillos y estanterías sagrados con su presencia pecadora. Y las cosas no han estado mucho mejor en tiempos posteriores, ni en México: basta informarse un poco acerca de la historia de Sor Juana, o leer Mujer que sabe latín de Rosario Castellanos.
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Pero además de que algo hemos avanzado (un poquito, y siempre con amenazas) en cuestiones de género, en la última década ha habido un cambio sustancial, debido principalmente a la popularización de dos tecnologías diferentes: la digitalización de documentos y las redes sociales.
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Las redes sociales serán muchas cosas, pero algo que todavía pueden lograr, si se tiene el cuidado suficiente para evitar el ruido y las agresiones que son su principal mercancía, es ofrecer fuentes de información que de otra manera jamás hubiera llegado hasta nosotros. Se podría decir lo mismo de la world wide web en general, y hay incontables sitios interesantes entre blogs, archivos y sitios de divulgación. Pero es importante decir que incluso el público que ya no se entera de nada salvo de lo que ocurre en Facebook (y que incluso cree que todo internet es Facebook, y más allá no hay nada) tiene todavía la posibilidad de ir más allá y encontrar acceso a reservas enormes de conocimiento y de belleza.
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Y esto incluye, por supuesto, las imágenes de animales en libros antiguos. No hace falta que seamos hombres, posgraduados, provistos de sinecuras o pesadas relaciones familiares. No hace falta que tengamos formación de medievalistas o historiadoras del arte. Igual tenemos la posibilidad de regodearnos en semejantes tesoros gráficos.
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(Si ustedes, como yo, vivieron la transición digital a fines del siglo pasado: ¿se acuerdan de cómo fue? ¿Recuerdan la emoción y las promesas e ideales de entonces? Una de las imágenes más llamativas del futuro que internet iba a desbloquear era la de un mundo con acceso no solamente a toda la información, sino a todo el conocimiento: una biblioteca universal, abierta las 24 horas, donde todos podríamos enriquecer nuestro saber sobre cualquier tema de nuestro interés y descubrir a nuestro aire, sin restricciones, todo el saber acumulado por la especie humana durante miles de años. La verdad es que ese saber, o buena parte de él, sí estuvo allí desde el comienzo. Y la verdad es que la red de entonces estaba menos restringida que la de ahora: menos limitada por paywalls y por nuestra propia ignorancia de cómo funcionan realmente las herramientas digitales que empleamos para comunicarnos. Pero nosotros no nos resistimos. Casi de inmediato se nos olvidó perseguir aquellos ideales: nos dejamos llevar por la presión del comercio, de lo trivial, de lo inmediato. Y aquí estamos ahora, usando las redes casi exclusivamente para conseguir nuestras dosis diarias de indignación o de atención o de mera distracción.)
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(A menos, claro, que de pronto nos demos cuenta de que eso no es todo lo que dan o pueden darnos. Y entonces pasemos a ver esa otra red, que sigue ahí, esperándonos, e incluso da el primer paso e intenta acercarse a nosotros.)
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Un ejemplo de lo que puede lograr el binomio de la digitalización y las tecnologías de internet es Sexy Codicology, un proyecto que comenzó en 2012 como cuenta de Twitter para, poco después, expandirse también a Facebook y una página web; presencia en Twitter y Tumblr y, finalmente, una app. El proyecto se aboca a descubrir y difundir manuscritos medievales iluminados que forman parte de las colecciones especiales de diversas bibliotecas. En éstas hay muchos otros tipos de libros y no se da ningún énfasis en particular a los iluminados: el trabajo de descubrimiento, pues, no es despreciable, y representa una buena cantidad de horas por cada imagen que llega hasta nuestros ojos. Miren nada más:
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Otro ejemplo: La cuenta medievalmarginalia, en Instagram, selecciona imágenes antiguas inusuales o sorprendentes y las recontextualiza mediante el pie de foto. De esta manera, al impacto de la propia imagen se suma el giro de tuerca logrado mediante el texto. De alguna manera, es el mismo mecanismo que siguen los memes que vemos por todos lados, sólo que con santos con la cabeza abierta o la piel en tiras; monjas recogiendo penes que crecen en los árboles y, por supuesto, una respetable cantidad de animalitos de compañía y monstruos fabulosos, como en esta imagen:
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Un paréntesis relacionado con la cuenta Medieval Marginalia: Si bien algunas de las imágenes de animales que encontramos en estos libros antiguos son parte central de sus ilustraciones, muchas otras pertenecen, precisamente, a las marginalia: dibujos y anotaciones en los márgenes de los libros, que van desde los muy elaborados hasta meros garabatos que, en mayoría, tienen poco o nada que ver con el texto principal. También podemos clasificarlos en los que fueron incluidos desde la manufactura de la obra, a modo de embellecimiento de las letras capitulares o del borde de las ilustraciones principales, y los que fueron dibujados posteriormente, por alguien distinto al copista inicial. En unos y otros hay, además de siluetas humanas o sus partes (rostros, manos y, como decíamos arriba, hasta órganos sexuales), gatos, perros, gallos, leones, elefantes y ballenas; pero también conejos vestidos de caballeros, cabalgando sobre caracoles bellamente enjaezados; peces con cabezas de mamíferos y hombres con rostro perruno, por mencionar sólo unos cuántos. Erik Kwakkel, doctor en estudios de manuscritos por la Universidad de Leiden (Países Bajos) y gran apasionado de las marginalia, sostiene que, si bien en muchos casos estos dibujos servían para calar la pluma con la que se iba a escribir, en muchos otros, a menudo jocosos y hasta grotescos, eran simples garabatos fruto del ocio, igual que los que podemos ver en cuadernos, libros y pupitres en cualquier escuela de nuestros días. Y esto, de alguna manera, hace de las marginalia hermanas del graffiti, con el que comparte cierto aire anárquico y rebelde que hace que veamos entrañablemente actuales a los escribanos (¡y las escribanas! Ahora sabemos que en muchos conventos las monjas se dedicaban a esta labor) que intervinieron aquellas obras (por decirlo de alguna manera también muy actual).
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Está muy extendida la idea de que la Edad Media fue una época oscura, triste y, digamos, mochísima: el lugar común nos hace imaginar que la gente estaba todo el tiempo rezando en la iglesia o haciendo penitencia, peregrinando a algún lugar santo, embarcándose en una cruzada o muriendo a causa de la peste negra. Se piensa también que, durante este periodo, estaba prohibida cualquier actividad intelectual o artística que no tuviera que ver con la religión y que todo lo que se producía era serio y muy solemne. Es cierto que, en muchos bestiarios, la descripción de cada animal estaba ligada a una alegoría cristina. Pero también es verdad que, en muchos otros casos, no es así. Precisamente en las marginalia podemos ver un tema humorístico recurrente: conejos. Conejos vestidos de gallardos caballeros, montados sobre caracoles lujosamente enjaezados, listos para una justa; conejos sanguinarios que blanden hachas o lanzas y ejecutan a reyes o nobles humanos. Se trata de “el mundo al revés”, un tema vigente hasta hoy. En el arte religioso medieval, el conejo simbolizaba la inocencia y la pureza. Retratarlos como asesinos feroces es a la vez cómico y ligeramente transgresor.
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Tengo la hipótesis de que hay un tercer elemento que ha impulsado muchísimo el interés en estos libros, sus ilustraciones, sus archivos y (hasta cierto punto, también) las personas que los crean: es la fascinación por los animales, que se convierte en un lenguaje casi universal y atemporal.
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Me explico: los manuscritos antiguos sin ilustraciones son muy hermosos, pero es prácticamente imposible apreciarlos a profundidad si uno no sabe paleografía y si no tiene, al menos, un conocimiento básico del idioma en el que fueron escritos. No sé ustedes, pero yo no podría fechar, comprender y apreciar con total seguridad un texto en provenzal del siglo XIII, y ya no digamos compararlo con otro en castellano antiguo del siglo IX. No podremos distinguir diferentes tipos de papel o pergamino, apreciar detalles de encuadernación, estudiar las diferencias entre tal caligrafía y tal otra.
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En cambio, y como lo demuestran los videos de gatitos y otros animales que encontramos en YouTube, lo único que hace falta para disfrutarlos es ser un entusiasta de los animales, sin importar si sabemos de dirección cinematográfica, edición, sonido o zoología; o si hablamos ruso, turco, francés o cualquier otro idioma en los que estén dichos videos.
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En este periodo de encierro, muchas personas hemos descubierto, o precisado, la falta que nos hace la naturaleza. No es que antes no la necesitáramos, pero antes no teníamos tiempo de apreciar su ausencia. Ahora, sí. Y ahora podemos ver, quizá, muchas de las formas en que intentábamos remediar esa falta, incluyendo las macetitas, las figuritas de plástico, las fotos en los teléfonos.
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Con las imágenes antiguas de animales sucede lo mismo. Aunque los propósitos de sus creadores hayan sido otros, y aunque el estilo de representar de esos creadores haya sido muy diferente de lo que hoy se considera fiel, hacen referencia a un mundo más allá del lugar que ocupamos y de nuestras pantallas. Y no importa si parecen grotescas, si no son cute como los Pokémon, el Gato Gruñón (que era Gata, por cierto) u otras imágenes conocidas de las últimas décadas de la red. Aun las criaturas de apariencia desagradable pueden volverse entrañables, queridas, si ese desagrado se recontextualiza, si se convierte en indefensión o ridículo amable. Así se reinterpreta constantemente, en memes y otras imágenes de ocasión, a toda clase de criaturas de manuscritos medievales…
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… y ni siquiera se trata de una idea nueva. Por dar un solo ejemplo, la carrera audiovisual del cineasta Terry Gilliam comenzó hace unos cincuenta años, precisamente con segmentos cómicos animados por él mismo a partir de recortes de dibujos antiguos, incluyendo muchos de la edad media. (Lo mejor de su trabajo con esta fuente se puede ver en la película Monty Python y el Santo Grial, de 1975).
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Y algo más que perdura en las representaciones medievales es la fascinación. La invitación al reconocimiento, aunque sea con temor o con inquietud, de lo que está más allá de la experiencia inmediata, de la vida cotidiana de quien observa. Este era un problema más común en la Europa medieval que en nuestro tiempo, pero no por tanto como podría parecer. En aquel entorno, una obra como El fisiólogo (s. II-V E.C.), el más famoso de los bestiarios, buscaba reglamentar la maravilla, la variedad vertiginosa del mundo convirtiéndola en una serie de símbolos: de enseñanzas piadosas, que la divinidad habría puesto en el mundo natural para que no dejáramos de venerarla. En nuestro presente, nos convencemos de que la naturaleza existe para nuestro placer superficial y rápido, para convertirla en emojis, fan art o publicaciones indignadas contra el deterioro ambiental (que nos excusan, creemos de hacer realmente algo contra el deterioro ambiental).
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Quiero decir, pues, que los seres humanos seguimos abrumados por la naturaleza, e intentando subordinarla a nosotros, reducirla a nuestra propia estatura.
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Lo intentamos, pero sabemos que hay algo más allá de nosotros en todas esas criaturas, a las que (si no somos por completo unas bestias, sin corazón alguno) contemplamos quizá con burla, o con condescendencia, pero siempre también, aun si no nos lo proponemos, con un poquitito de veneración. Ahí están, después de todo, siempre: en nuestras pantallas, tolerándonos, huyendo de nosotros, pero siempre ellas mismas, siempre un poco menos o un poco más que humanas. Nadie entre nosotros, entre ustedes que leen estas palabras y yo, puede decir lo mismo.
Posdata de 2023
Ya sabemos que muchas cosas han cambiado desde 2020, pero una que me entristece mucho es que la plataforma que entonces se llamaba Twitter (y ahora X) se encuentra en un estado lamentable, que ha llevado a muchas personas a dejarla. Yo también lo estoy pensando, ¡y cómo voy a extrañar a mi zoológico digital! 😢
Como ha cambiado todo en tan poco tiempo.
me encanta la idea de que nos compartan este tipo de textos, para mí leerlos es un relax mental, le pongo pausa por un momento al vertiginoso mundo.
Saludos!