El sábado pasado, estuvimos en la Feria Internacional del Libro del Estado de México para que Alberto recibiera el Premio Internacional FILEM, que se da a escritores y escritoras por su trayectoria literaria. Fue la primera vez que ese premio se dio a una persona nacida en el Estado de México, y es la primera vez que Alberto recibe un reconocimiento semejante.
Después de la premiación, Alberto dio una conferencia magistral acerca de la imaginación, la literatura y sus experiencias personales. La reproducimos a continuación.
Cuando era niño, aquí en Toluca se contaba una leyenda. No creo que la haya recogido ningún cronista ni que esté en compendios de folclor o de historias populares. Yo la escuché por primera vez en la calle en la que estaba la casa de mi familia, a pocas cuadras del estadio de futbol (que entonces y ahora se conoce como la Bombonera). O quizá en los corredores de mi escuela primaria, el Centro Escolar Justo Sierra, que en ese tiempo me parecía el edificio más grande del mundo, lleno de rincones fascinantes.
Por cierto, aquella también era la única escuela —al menos en la ciudad— con su propio cine adjunto. Y era un cine de los grandes. Investiguen y verán que digo la verdad.
La leyenda era la del Fantasma del Calvario. Se aparece por allá, decían. Está en una cueva del cerro y asusta a quienes se atreven a acercarse, decían. Aparece en la noche, pero también puede aparecer en el día. Basta subir por la cuesta hasta llegar a la curva indicada, alejarse del camino, acercarse a la cueva… “No se acerquen”, contaban aquellas personas, principalmente chicos de más edad que yo, supongo que felices de tener a quién asustar. “Si se acercan les puede pasar algo terrible”, etcétera. Estoy parafraseando lo que recuerdo. A lo mejor alguno usó palabras de las que entonces se llamaban “altisonantes”, nada más para causar más susto.
Todo era un poco vago, pero las historias de sustos ganan fuerza mientras más tarde salga el monstruo, mientras menos podamos ver de cómo es y de qué va a hacernos. Resultó, por supuesto, que no había fantasma. Un fin de semana, mientras subía con un amigo por la cuesta del Calvario, nos decidimos: llegamos a la curva, nos apartamos del camino y nos pusimos a buscar la“cueva” de la que hablaban aquellos. Ni siquiera había tal cueva. Había una concavidad en la pared de piedra, una depresión que no merecía el nombre de “agujero”, y allí se acabó la emoción: el “estremecimiento delicioso” del miedo, como decía Edgar Allan Poe.
Para la mayor parte de las personas que vivan en Toluca, en la historia anterior no habrá nada más raro que la idea de un fantasma. Porque el Calvario es ahora, como entonces, el nombre que se da al Parque Urbano Matlazincas, un lugar que todo el mundo conoce y que está donde ha estado siempre: en la zona central de la ciudad, delimitado por las calles Horacio Zúñiga, Andrés Quintana Roo, Silviano García, Valentín Gómez Farías, José Vicente Villada (un tramo muy corto) y José María Oviedo. Poco menos de ocho hectáreas, dice internet, en cuyo centro está un cerro llamado, justamente, Cerro de Oviedo. Un monte cubierto de árboles plantados y surcado por una cuesta que sube dando vueltas hasta la cima.
Yo conocía el lugar desde antes de saber de su presunto fantasma. Había ido allí muchas veces. En aquel tiempo, cerca de la entrada había un área de juegos infantiles, y a lo largo de la cuesta había un museo de ciencias naturales, un zoológico, una escuela de artes y una pequeña iglesia hasta arriba, cerca de un mirador. Por cierto, como a la mitad del ascenso, además, había una placita con un reloj de sol, y una vez pasé por allí y vi a muchas personas con cables y equipos raros, todos alrededor de un hombre mayor parado junto al reloj de sol, un tipo vestido de negro, con capa y un sombrero de ala ancha. Pero no hablemos de él ahora.
Piensen de otro modo en ese parque. Mírenlo desde afuera: desde una experiencia distinta de la que ya tienen. Imaginen que se enteran de su existencia por primera vez, que están todavía en su infancia; para completar, imaginen que provienen de una familia con educación católica, como es fácil que suceda en un país como México. En esa tradición, se supone que el Monte Calvario está en la antigua Judea, en el año 30. ¡Pero yo sabía que el Monte Calvario estaba en Toluca, a pocas cuadras de mi casa, y en lo que era el presente! En el aquí y el ahora.
Sí, por supuesto que entendía que un cerro no era el otro cerro, y que el siglo I de esta era no es el XX. Pero lo importante aquí no es que un niño haya aprendido la lección obvia, es decir, la que de dos lugares totalmente diferentes pueden tener el mismo nombre, como París, Francia y París, Texas. Claro que la aprendí, pero repito: lo importante es otra cosa.
Lo importante es que dos lugares pueden quedar conectados por su nombre. No en la realidad, sino en la imaginación. Hacerse consciente de algo así no parece gran cosa, pero sí lo es. Es mucho más fabuloso, más estremecedor que la gran mayoría de las historias de fantasmas, porque puede no quedarse en una comparación trivial. Puede amplificarse en la mente de quien escucha y convertirse en una historia, o en muchas historias. Como mínimo, puede incorporar ideas, imágenes, sensaciones y emociones de lo más variopinto y de lo más inesperado, y causar efectos profundos: esas impresiones, esos sacudimientos que no podemos siquiera acabar de describir, pero se quedan con nosotros.
Por ejemplo, ya en la atmósfera de lo sobrenatural y de las historias antiquísimas, pasa que a poca distancia del Calvario toluqueño está la iglesia de San José el Ranchito, donde se exhiben (o se exhibían entonces) dos grandes cajas de cristal ocupadas por figuras de tamaño y aspecto humano. En aquel tiempo, los adultos nos decían que eran dos “niños mártires”: Gaudencio y Félix, los llamaban. Que habían sido muertos en Roma, decían también, en los primeros tiempos de la Cristiandad, y luego preservados en cera y traídos hasta acá. Es decir, yo pensaba: la iglesia, tan cercana al monte de nombre antiguo donde acecha quién sabe qué cosa, tiene a la vista de todo el mundo los cadáveres de dos niños, todavía con rastros de sangre sobre la piel, caras de agonía y los ojos entreabiertos. Muertos sin resignación, sin consuelo, y además sin sepultura.
Por cierto, Philip K. Dick, un escritor del siglo XX, tuvo en los últimos años de su vida una experiencia mística, o tal vez un colapso acompañado de una crisis psicótica, por el cual se convenció de que vivía simultáneamente en el siglo I y en un XX ilusorio, creado por seres malignos e invisibles. Pero no hablemos de él ahora.
Además de morbosa, y francamente horrible, la historia de los niños mártires es totalmente falsa. De hecho, me van a tener que disculpar, es un poco ridícula. Las figuras no son cadáveres de verdad y tampoco existen desde hace dos mil años. La explicación racional y sensata de estas experiencias de mi infancia es que México es un país con siglos de tradición católica, como bien sabemos; que asustar niños le gusta también a algunos adultos, como también sabemos, y que a la gente le da por ponerle nombres parecidos a cosas diferentes. Recordemos que este es el país cuyo territorio completo se llama igual que uno de sus estados y que una de sus ciudades.
Sin embargo, nada de lo anterior le importa a la imaginación. O, cuando menos, no le importaba a la mía. El mundo a mi alrededor era riquísimo y lleno de conexiones, de puentes y lazos: estaban ahí, bien a la vista, en todas partes y a todas horas. No creo que el fenómeno sea tan raro: a lo mejor se presenta en la mayoría de las infancias, cuando la mente está aprendiendo a existir en su entorno y a nombrar lo que pasa dentro y fuera de ella. Tal vez esto pasa todo el tiempo y la gente simplemente lo olvida. Vagamente nos parece que el mundo alrededor es inabarcable: repleto de cosas extrañas y sin explicación, y esa impresión nos hace rechazar lo inusitado, huir hacia lo más rutinario y simple. Se podrá decir que cuando todo es extraño, todo es caótico, incontrolable, enloquecedor. Pero la imaginación humana no es equivalente a la locura: retenemos la capacidad de distinguir lo que se juzga “normal”, ordinario, de lo que no lo es. A cada persona de las que están aquí debe haberle sucedido en muchas ocasiones. Hubo, y quizás hay todavía, muchísimas oportunidades para la fascinación y la inquietud en nuestras vidas: para encontrar lo diferente, lo asombroso, lo que simplemente es bello de una forma poco frecuente.
Por ejemplo, yo crecí sabiendo que tenía tres mamás. No una, sino tres. No entendía el desconcierto de amistades y compañeros de escuela cuando lo contaba. Desde luego, una de esas tres era mi madre biológica, María del Carmen, y las otras dos, Gema y Mercedes, eran sus hermanas. La mía era una de esas familias muégano, como las llamaban entonces, en las que varias generaciones ocupaban una misma casa y la crianza de los más pequeños se repartía entre los adultos disponibles. Ha habido muchas familias así en este país y probablemente seguirá habiéndolas, por razones que en la infancia pueden no saberse pero los adultos entienden. Mi único problema era que yo no lo sabía. Uno puede albergar lo extraño sin darse cuenta.
A propósito, creo que en vez de ocultar lo inusitado, lo “anormal” en nuestra historia o en nuestra biografía, hace falta abrazarlo. Hace falta explorarlo, hacerlo parte verdadera de nuestra conciencia. Igual que cuesta reconocer nuestros propios privilegios, puede ser difícil reconocer los límites de nuestra “normalidad”, nuestra distancia de lo que la sociedad determina como apropiado y permisible. Y saber esa distancia realmente es útil: entre otras ventajas, permite comprender más fácilmente lo que sucede cuando alguien nos discrimina, y tal vez empatizar más con quienes nos rodean. Tal vez discriminar menos. Para seguir con mi ejemplo, no es poca cosa aprender a ver cuándo existe afecto verdadero en una familia, cuándo es capaz de interés y amor y cuidado, incluso si no es exactamente la del modelo convencional, el que aparece en los comerciales de los bancos.
Si algo de todo esto parece difícil, recordemos que el primer paso de todo acto de imaginar es sencillísimo.
¿Qué es la imaginación? Únicamente una facultad de la conciencia: la de figurarse, expresar, describir de una manera u otra, con un lenguaje u otro, aquello que no tiene delante. Lo que no puede ver, oír, oler, tocar ni saborear. Ustedes pueden ver mi cara y describirla sin dificultad: pueden ver la forma de mi cabeza, el color de mi cabello o de mis ojos, el tamaño de mis orejas. Pero también pueden imaginar a otra persona ocupando este lugar. Pueden pensar en alguien que no está aquí. Pueden evocar a ese alguien y ponerle a caminar entre los demás, llegar hasta donde están. Hablar. La imaginación nos permite expresar aquello que no está pasando, que es posible pero no es cierto.
Más todavía, la imaginación también permite expresar aquello que no está pasando y que nunca podrá pasar. Tan sólo los idiomas humanos tienen numerosas formas de ir más allá de lo estrictamente posible: además de palabras específicas, tenemos estructuras gramaticales de lo más flexible —al contrario de la materia o las emociones humanas—, o tiempos verbales como el subjuntivo castellano, que nos permite pensar en el futuro que aún no conocemos o el pasado que pudo tomar formas distintas a la que tomó: el famoso hubiera, que nos da dolor y consuelo. A esta variedad de la imaginación se le llama imaginación fantástica, recordando una palabra que las culturas occidentales tienen desde la época de Platón y de la que descienden lo mismo fantasía que fantasma. Usando la imaginación fantástica, ustedes pueden figurarse que quien toma mi lugar aquí no es otra persona, sino, por qué no, un centauro: una de esas criaturas mitológicas que tienen cuerpo de caballo y torso humano. O un nahual, más cerca de las culturas de por aquí, un ser que se transforma entero en animal. Figúrenselo aquí en vez de mí, diciendo estas palabras. Figúrenselo caminando para allá, para acá, para allá. Figúrense que sale al exterior, que le brotan alas y se va volando.
Yo no me planteaba las cosas así cuando era niño, por supuesto. A mí me asombraba el mundo y me iluminaban las historias. En una familia grande, como la mía, era fácil quedarse a solas; mi remedio fueron los libros que mi mamá, mi mamá y mi mamá tenían en la casa, en un librero que primero estuvo en un pasillo y luego en un estudio pequeñito, una cocinita reconvertida, al lado de un escritorio que usaba todo el mundo. No era una biblioteca completa ni exhaustiva: éramos una familia de clase media, a punto de empezar a deslizarse hacia abajo por las crisis económicas. A la enciclopedia le faltaba un volumen porque era de las que se vendían en entregas semanales en el supermercado, y el tomo de cierta semana, de la palabra rueda a la palabra Siria, no llegó. Pero había libros acerca de ciencia, una hermosa colección de historia, novelas y cuentos que ahora costarían una pequeña fortuna pero se reunieron en un tiempo distinto, en una sociedad con más poder adquisitivo y más afecto por los libros como objetos, con más gente que los veía como símbolo de una aspiración o, quizá, como el cumplimiento de una responsabilidad. Esto pasó antes de que se popularizara el uso de internet: cuando los libros impresos eran la primera y tal vez la única oportunidad de descubrir enormes porciones de lo real. María del Carmen decía con frecuencia que no tendría nada que heredar excepto el conocimiento que pudiera brindarnos, y ahí estaba, en nuestra propia casa, con un orden raro que aprendí a reconocer, en filas que recorrí muchísimas veces. Era más que suficiente para un niño callado, que tenía sus ratos de soñar despierto, que había aprendido a leer un poco por casualidad y disponía de muchas horas libres.
Por cierto, se dice que es mejor tener la ayuda y el ejemplo de alguien más, de un adulto, a la hora de comenzar a leer por cuenta propia. Yo mismo no lo tuve, pero nadie, nunca, me impidió leer ni me prohibió ninguna lectura. Eso fue una bendición enorme. Todo estaba a mi disposición, sin trabas ni censura, y hasta hoy lo agradezco.
Antes de la lectura ya me fascinaban las historias: las que se contaban a mi alrededor y los cuentos infantiles que me habían leído de muy chico, los encadenamientos de sucesos y causas y efectos. También, aunque no pudiera nombrarlas, ya conocía la imaginación, y la imaginación fantástica, simplemente por el contacto con esas imágenes e impresiones de las que les he contado: aquellas que encontraba en todo a mi alrededor. Entonces, cuando empecé a quedarme a solas ante el librero de la casa, descubrí que una y otra fascinación se juntan. Es decir, descubrí que hay historias que se llaman fantásticas.
Y, ay, mamá. O mamás.
La mente puede soñar toda la vida, pero el lenguaje escrito le daba solidez y permanencia al sueño más fugaz. Las sensaciones se volvían más precisas, más potentes. La forma concreta de un texto con un punto de partida, una extensión y una conclusión dejaba un eco al terminar la lectura: una emoción residual que a veces era tremenda, una o muchas incógnitas que a veces crecían en vez de reducirse a medida que pasaba el tiempo.
Todo esto lo supe leyendo historias ajenas, mis primeros ejemplos de literatura y en especial de ficción. Había de todo en esos libros de la casa familiar, desde narraciones costumbristas o novelas policíacas hasta cuentos de hadas o la que entonces se llamaba literatura general, pero ya estaba enfilado (condenado, dirá alguna que otra persona) a preferir las narraciones en las que destacaba alguna forma de la imaginación.
Y la sorpresa es que había muchas. En realidad, hasta hoy, a nuestro alrededor, aquí mismo, sigue habiendo muchísimas en todas partes, incluso en libros donde uno no las espera. Incluso más allá de los libros. No es cierto que tal edad, que tal grupo, que tal nación sea incapaz de imaginar. Lo que me pasaba con aquellos libros es lo que le pasa a millones de personas cada día. En ese librero, las aventuras del semidiós Krishna, el de piel azul, y su hermano el blanco Balarama, me llevaron a terminar una historia de la India. Un ensayo sobre viajes espaciales en el futuro (lo que entonces era el futuro) se me reveló en un libro sobre ciencia. Cada historia, cada vista sorprendente y cada hilo de cada sueño, se parecían en lo esencial y a la vez eran totalmente diferentes. Leí un libro gordo, encuadernado en tela, titulado Mitos y leyendas y lleno con cuentos antiguos de Japón, de Rusia y de la Italia medieval. Leí otra antología, titulada Miedo en castellano, hecha por Emiliano González, uno de los autores secretos de la imaginación mexicana. El hombre de negro, el encapotado y ensombrerado que yo había visto de lejos en el Calvario, resultó ser Juan José Arreola, otro mexicano que era todo menos secreto, porque salió en la televisión hablando del reloj de sol. Y también estaba en el librero, con una colección de cuentos titulada Mi confabulario. Un día, mi mamá llevó un altero de libros negros, con portadas de colores chillones e imágenes que eran exactamente como sueños o pesadillas que aún me faltaba tener, y uno de esos libros era de Philip K. Dick, de quien yo no sabía nada: era una novela titulada La penúltima verdad, donde el mundo parece ser uno y es otro.
Y así sucesivamente, durante mucho tiempo. Encontré en esos libros que los libros se escriben, que existe la profesión de la escritura, y se me ocurrió que escribir libros podría ser todavía mejor, más interesante, que únicamente leerlos. Encontré a Jorge Luis Borges y a Mario Levrero, a Amparo Dávila y a Angélica Gorodischer, a Mary Shelley y Bram Stoker. Encontré a mi tío Edgar, de apellidos Allan y Poe, del que me llevaba un libro rojo a leer a un parque (no el Calvario sino otro), en los columpios o las bancas. Encontré muchísimas otras personas, vivas y muertas, y las sigo encontrando hasta ahora en sus historias, escuchándolas con los ojos, como decía Quevedo. Resultó que algunas estaban no solamente en los libros, sino en México. En Toluca, incluso: leí a Alejandro Ariceaga, cuyos cuentos convertían a la ciudad en un espectáculo bello y siniestro; a José Luis Herrera Arciniega, que inventó su propia versión del más allá, habitada por las grandes estrellas del momento, y a Marco Aurelio Chávez, que traspuso aquellos textos tremebundos de la tradición católica al mundo de todos los días. A Gabriela Rábago Palafox y Carlos Olvera, que no nacieron en Toluca pero publicaron aquí parte de su obra. De él se ha reeditado, entre otros, un libro mordaz y fantasioso titulado Mejicanos en el espacio; de ella falta reeditar La voz de la sangre, una serie impresionante de historias de terror sobrenatural.
También encontré maestros, y encontré amigos, compañeros de lecturas y de la simple vida.
Hace unos años, el ganador del premio FILEM fue uno de mis maestros: el poeta David Huerta, uno de los grandes de México, y por esa razón estar aquí hoy, siguiéndolo, me parece imposible, me honra y me abruma todavía más. Antes que él, otras personas más fueron mis maestras aquí mismo, en Toluca, y ahora quiero mencionarlas y agradecerles. Susana Crelis, Félix Suárez, Roberto Fernández Iglesias: todas fueron sabias y justas, y leyeron mucho que yo no hubiera encontrado de otra manera, y a su alrededor encontré a esos otros amigos, amigas, colegas con quienes también me encontré en el mundo.
Algunos de ellos están aquí ahora y los veo jovencísimos, como estaban hace treinta o cuarenta años. Me da un poco de susto, porque yo sé que he estado envejeciendo a toda prisa, y entonces me pregunto si se estarán preservando por medios mágicos, o tal vez con cera, como Gaudencio y Félix, y también me pregunto qué va a pasar conmigo en el futuro. Porque lo que voy a dejar entre ustedes cuando termine de decir estas palabras será más o menos lo mismo: otras palabras, las que ya he escrito y echado a volar, y en las que he tratado de contar de otro modo lo que acabo de decirles. No tengo más riqueza, descendencia o patrimonio que el pasmo ante un mundo donde todo nos habla, todo se conecta y se enlaza, y en todas partes podemos encontrar el miedo y el asombro.
Pero terminemos con algo diferente.
La imaginación, la que permite crear y decir otras maneras en que el mundo podría ser, es una facultad indispensable de las culturas humanas. Una sociedad que no puede imaginar, que se priva de intentarlo o que incluso lo castiga, es una sociedad que se estanca. No puede adaptarse a un mundo cambiante, y el mundo siempre está cambiando. Una sociedad que no imagina cree que le basta hacer lo que ya sabe hacer, aplicar las mismas fuerzas en los mismos lugares, aunque vea claramente que no es verdad. Se hunde y no se da cuenta, o se da cuenta demasiado tarde. La Historia humana está llena de relatos sobre culturas así. Y aunque nada dura para siempre, y hasta los imperios más grandes y fuertes siempre acaban en el olvido, también se conserva la memoria de personas, grupos, civilizaciones enteras que encontraron alternativas a lo realmente existente: que vieron, o inventaron, lo nuevo. A veces pasa por casualidad, a veces tras años de lucha o en medio de la desesperación. Pero sucede, una y otra vez. Angélica Gorodischer, gran narradora argentina, escribió de la Gran Emperatriz que tuvo no una idea nueva, sino dos, y que transformó todo a su alrededor. La inglesa Mary Shelley, probando a escribir una historia de miedo, escribió Frankenstein, una imagen poderosísima, todavía presente en todos lados, de lo que significa crear y vivir con lo que hemos creado. Las suyas son ficciones, pero expresan lo posible en la vida real y en todas las actividades de los seres humanos, desde las ciencias hasta la política. Únicamente por ejemplos como los de ellas estaría ya justificado el cultivo de la imaginación, su estímulo y su uso.
Por esta razón, cada vez que se se ignora, o se posterga, o de plano se combate ese cultivo; cada vez que se dice que estas “cosas” que hacemos son irrelevantes, de parásitos o de ociosos; cada vez que se recomienda hacer a un lado esas facultades del pensamiento, dejar que se atrofien, enseñarnos a buscar únicamente lo rentable, el beneficio inmediato, lo que más y mejor pueda llamar la atención, compruebo que es poco lo que puedo hacer, pero lo hago. Digo lo que les digo aquí, que en el lenguaje y la imaginación está un reflejo de lo mejor que puede ser nuestra especie, de lo único que puede salvarnos en el sentido que realmente importa, aquí y ahora. Cuento las historias que puedo contar, acerca del interior de los seres humanos, del mundo en el que viven o de ambas cosas a la vez. Busco a los fantasmas que sí existen: los de la imaginación y la memoria, para que salgan a ayudarnos. Recuerdo que los males del mundo pueden parecer invencibles en ocasiones, un infierno al que sólo podemos ignorar o unirnos. Pero también recuerdo que, cuando me hizo falta encontrar un sentido en una vida rara, en una existencia cruzada de sueños y de preguntas, no hizo falta sino dar unos pocos pasos.
La tierra mágica, el lugar donde encontramos nuestra fuerza, puede no ser inexistente, puede no ser remota. La tierra mágica, donde brota lo que nos mantiene en la vida, puede ser también ésta: nuestra propia tierra.
¡Muchas felicidades, Alberto! Qué lindo texto. Lo que mencionas sobre las culturas (con su distancia y contextos obvios) aplica también algunas veces para las personas.
¡Que belleza de texto! Me emocionó muchísimo, se lo leí en voz alta a algunos amigos y por momentos se me quebró la voz.
Gracias por recordarme la importancia de la imaginación y la narración.