¡Hola!
(¿Cómo están? Esperamos que el primer mes del año 2024 haya sido bueno.)
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Este mes en YouTube
Los programas en vivo que tenemos planeados para el resto de este mes de febrero son los siguientes:
7 de febrero: Dune, las novelas y las películas
13 de febrero: #Escritura2024: Textos de divulgación
20 de febrero: J-Horror
27 de febrero: Libros de reportajes y testimonios
Las direcciones particulares de cada video aparecerán en nuestras redes y en el canal de YouTube.
Qué estamos leyendo
Raquel — Estoy leyendo The Bright Ages, de Matthew Gabriele y David Perry. Los dos autores son historiadores muy reconocidos en el mundo académico, pero este libro está dirigido para el público en general, en un lenguaje muy sencillito y claro, cosa que agradezco mucho porque mi inglés no es tan acá (aunque me acabo de enterar de que ya salió en español y que se consigue tanto en físico como en electrónico). Y bueno. El libro es sobre la Edad Media, pero con el objetivo específico de echar por tierra el mito de que fue un periodo oscuro, lleno de ignorancia y aridez. Para demostrarlo, los autores explican detalles sobre la vida cotidiana, los gobernantes, la iglesia y el papel de las mujeres, entre muchos otros temas. Ameno, interesante y esclarecedor. ¿Qué más podría uno pedir?
Alberto — Yo estoy leyendo La sociedad de la nieve de Pablo Vierci, que es un reportaje… Pero no: como verán en uno o dos renglones, el libro es la base de la película de este mes, así que mejor sigo allá.
La película del mes
Aquí Alberto. No estábamos muy al tanto de la existencia de esta película, pero nos llamó la atención porque es una adaptación directa del libro del mismo título, que es muy reciente. Además, sabíamos de otras películas dos que se refieren al mismo suceso: un accidente aéreo ocurrido en 1972 en la cordillera de los Andes. El 13 de octubre de aquel año, un avión uruguayo con 45 personas a bordo se estrelló en la cordillera, donde nunca había habido sobrevivientes en desastres similares; 71 días después, dos jóvenes que habían estado en el avión lograron bajar de las montañas ¡caminando! y consiguieron rescate para otros 14 compañeros, que seguían atrapados en un valle helado, completamente desprovisto de vida, tras haber padecido de manera espantosa.
J. A. Bayona, director español, se dio a conocer con la película de terror El orfanato, y La sociedad de la nieve tiene su dosis de tomas espeluznantes. Pero también tiene algo que las otras dos películas sobre el asunto (Supervivientes de los Andes de René Cardona, de 1976, y ¡Viven! de Frank Marshall, de 1993) no ofrecen: una exposición del lado humano de los sobrevivientes y de las víctimas que murieron, incluso más allá del accidente, lo que vuelve más significativos sus sufrimientos y las decisiones que debieron tomar en la montaña. Además, su calidad técnica está muy por encima de cualquier otra representación del tema, y está hablada en español, por actores con acentos del Cono Sur (lo cual, sospecho, hubiera sido impensable en el siglo pasado). Véanla y platicamos, si gustan, en los comentarios de este boletín en el sitio de Substack.
(Nota: Netflix no nos está pagando por referirnos a dos películas de dicha plataforma en otros tantos meses.) 😛
(Otra nota: creo que voy a seguir hablando de esto en mi nota azul para este mes, un poco más abajo…)
De niña jamás aprendí labores manuales, un poco por ser zurda y otro poco porque a mi mamá, de niña, la habían obligado a coser, bordar y tejer y lo detestaba, así que no quería que yo tuviera la misma mala experiencia. Alguna vez mi abuela trató de enseñarme a tejer con ganchillo y mi tía Genoveva intentó interesarme en las agujas, pero no funcionó. Curiosamente, en los últimos años me he ido interesando en estas actividades. Primero fue cuando no tenía más remedio que estar quieta: hace unos diez años me hice un esguince de tobillo con dislocación de peroné y en el tiempo que tuve que guardar cama aprendí un poquito de tejido mientras veía repeticiones de telenovelas viejas y comía chocolates. Pero en cuanto pude caminar, me olvidé del ganchillo. Luego, durante el encierro pandémico, empecé a tejer con agujas. Descubrí que soy muy mala para eso pero que me divierte y relaja hacer tiras interminables que puedo etiquetar como “bufandas”. Y en Navidad Alberto me regaló un kit de iniciación al bordado (yo le había dicho que tenía ganas de probar). Tuve la suerte de pasar varias tardes con mi amiga Atenea Cruz (por cierto, les recomiendo que la lean: pueden empezar con su libro de cuentos más reciente, Hágalo usted misma) y ella, bordadora entusiasta, me enseñó mis primeras puntadas. Luego, hace un par de días, visité a mis tíos Miguel y Catalina, en la sierra de Puebla, y mi tía me enseñó su labor en curso: una servilleta en la que está bordando un patrón floral intrincado y tupido. Me maravilló descubrir una forma de comunicación que siempre había estado ante mis narices pero que en la que nunca había reparado, una que tiene algo de ancestral y de moderno a la vez, de personal y de comunitario. Mientras hago mis puntadas vacilantes y chuecas, pienso en las mujeres que, por gusto o por obligación, me han precedido en el bordado. En cuántas de ellas descubrieron empíricamente una misma forma de hacer un nudo, de añadir un detalle o de brincarse un escollo. Pienso en que, hasta bien entrado el siglo XX, la mayoría de las familias dependían de la labor de las mujeres de la casa para contar con la ropa necesaria para el día a día. Fantaseo imaginando a las que empezaron a experimentar con fibras y pigmentos. Y qué felicidad sentí, por ejemplo, cuando pude preguntarle a mi tía Cata: “¿son dos o tres hebras?” o cuando le pude mostrar a Mary, la esposa de mi papá, lo bonito que se ve por el revés mi punto de cruz. Creo que no voy a llegar a ser una buena bordadora: no sólo sigo siendo zurda, sino que además mi vista ha perdido agudeza, pero estas experiencias, que se sienten a la vez tan novedosas y tan antiguas, me compensan la impericia.
De chico, yo tenía pesadillas con Supervivientes de los Andes, que tuve la pésima suerte de ver por televisión. Todavía me acuerdo de los cuerpos rotos y las heridas ensangrentadas que se ven en esa película, y que me dejaron para siempre un miedo horrible de volar en avión. Ver La sociedad de la nieve no me hizo sentir mejor de ninguna forma, pero sí me sorprendió agradablemente porque empieza con sucesos de antes del accidente, de la vida previa de las víctimas, que por supuesto no anticipaban que iban a serlo. Unos muchachos juegan rugby; otros van a misa; cuatro más (dos de los cuales morirán de forma espantosa en el día del accidente) hablan de sus planes para ligar en su viaje de vacaciones por Chile, haciendo toda clase de chistes y tonterías. El personaje focal de la película, Numa Turcatti (interpretado por Enzo Vogrincic), llega a su casa, acaricia a su perro, lee un libro ante una mesa con un frutero lleno y un plato de empanadas. Todo esto me parece un gran acierto porque, además de humanizar a los personajes, los vuelve algo más que maniquís de carne, de seres que van a ser torturados para el goce morboso de los espectadores.
Naturalmente, ese sufrimiento es parte de lo que vuelve la historia digna de contarse. Pero no es lo único. “Esta historia”, dice Gustavo Zerbino, uno de los sobrevivientes, en su testimonio para el libro de Vierci, “es uno de los primeros episodios que está globalizado, porque ocurrió en la época de los primeros informes transmitidos por satélite. Y fue una historia globalizada, también, porque toca el núcleo de cualquier persona, en cualquier continente, rica o pobre, ilustrada o inculta.” Tiene razón. Y lo que vuelve tan abarcadora a esa historia —en otra época se habría usado la palabra “universal”— es el tema de la supervivencia, tanto de los individuos como de la comunidad humana que forman, resumido en el acto transgresor de los supervivientes, que al acabarse el escaso alimento que había en el avión se vieron obligados a beber nieve derretida y a comer los restos de los cadáveres a su alrededor. Aquello era indecible en aquel momento y sigue siendo tabú. Pero en el libro de Vierci, los supervivientes lo describen como un acto de comunión, jamás impuesto de manera violenta y siempre realizado de manera que los nombres de aquellos cuyos cuerpos fueran consumidos no se conocieran. Eso es exactamente lo contrario de exhibir a alguien para el horror ajeno, y plantea preguntas que vale la pena hacerse en este tiempo tan violento y tóxico que vivimos.
Y el gato del mes es…
¡Un gato tepozteco! Nos encontramos varios en nuestro viaje reciente por allá (es decir, por Tepoztlán) y más de uno se nos acercó a pedir caricias o comida. Nos han de haber tomado la medida…
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¡Muchas gracias y hasta pronto!
—Alberto y Raquel
Hola! ¿que tal si hacen un programa analizando, no la historia de los andes, si no los puntos universales que tiene como para que a todos nos impacte y nos haga pensar en ella una y otra vez y cómo podemos aprovechar eso para nuestros textos? creo que un análisis desde la perspectiva literaria estaría muy interesante. Saludos a ambos!