Nota: este artículo se publicó originalmente en 2016.
Este año cumpliré cuarenta. Por más que trato de convencerme de que no tendría por qué preocuparme, la verdad es que la cifra me causa cierta inquietud. Con todo, sé que voy a sobrevivir a esta crisis de la edad. A fin de cuentas, no es la primera que enfrento. Ni la segunda. De hecho, la primera vez que odié cumplir años no fue cuando dejé de ser joven según el CONACULTA (a los 35) ni cuando dejé de ser joven según la iglesia a la que va mi familia (a los 28). Más bien, fue cuando dejé de ser niña a los 12. ¿A quién y con qué argumentos se le ocurrió que a los 12 uno ya no puede pedir menú infantil en los restaurantes o pagar medio boleto en los aviones o subir a ciertos juegos mecánicos? No creo que tenga que ver ni con la estatura ni con el peso, porque me ha tocado ver gigantones de diez años y espinas de quince; y tampoco creo que tenga que ver con el desarrollo emocional, porque hay chavillos muy maduros a los nueve y gente que, a los 14, sigue esperando a Santaclós o al Príncipe Azul (¿A los 14, dije? Conozco unas de mi edad que siguen en eso…). Alguna vez me dijeron que era cuando uno termina la primaria, pero mi tía Luisa la acabó a los 19 y mi sobrina Aura a los 10, así que tampoco les compro esa idea. En cualquier caso, de pronto uno cumple 12 años y deja de ser niño, según.
Y como si no fuera suficiente con los privilegios que se pierden en automático, en muchos casos se espera que, además, al cumplir los 12 se deje de leer literatura infantil para saltar a… ¿a qué? ¿A la llamada literatura seria? ¿A los clásicos del Siglo de Oro? ¿A Irving Wallace? ¿A no leer? Hay maestros de secundaria que reciben a sus alumnos con la tarea de leer La Iliada (con reporte de lectura de esos que llevan resumen de la obra, descripción de personajes principales, secundarios e incidentales y “mensaje que te deja la obra”. Horror). A mí me recetaron La navidad en las montañas (¡para leer en vacaciones! ¡Injusticia!) y a gente de las generaciones más recientes le imponen cosas como Juventud en éxtasis, que será todo lo “formativo” que ustedes quieran (discrepo, pero no salgamos de tema) pero que literatura, eso sí lo digo con énfasis, no es.
Ah… ¿y qué pasa si el o la adolescente quiere seguir leyendo libros etiquetados como “para niños”? ¡Inmadurez! ¡Horror! ¿Y si se mete a leer 50 sombras de Grey? ¡Espanto! ¡Faltas a la moral! ¿Y Crepúsculo o Los juegos del hambre? Demasiado comercial, dicen los censores con desprecio. Total, que pareciera que las únicas opciones son dejar los libros a un lado y mejor ir a la fiesta, ver videos del Werevertumorro o sólo leer cosas de la escuela. Ninguna está mal, pues, pero sí es triste que se usen para reemplazar un hábito de lectura incipiente (y a veces, más que incipiente).
Claro que hay otras alternativas. De hecho, se me ocurren dos: una, que los dejemos leer lo que se les dé la gana y dos, que los acerquemos a lo que ahora se ha dado en etiquetar como literatura juvenil, y luego los dejemos leer lo que se les dé la gana.
Dentro de lo que actualmente está etiquetado como literatura juvenil hay inquietantes novelas de terror y ciencia ficción, colecciones de cuentos divertidísimas, historias de subgénero realista sobre injusticias sociales, recreaciones históricas, romances apasionados, tragedias, crímenes, dragones, anticonceptivos, rock, vals, drogas, dictadores, enfermedades mentales, vampiros; hay libros gordísimos, textos breves, álbumes ilustrados y novelas gráficas; y no sólo hay libros de narrativa, también hay poesía, ensayo, teatro…
Y para aterrizar esta idea con nombres y apellidos (o bueno, con títulos y autores) mencionaré algunos libros en concreto que podrían ser la dicha de las y los adolescentes (y, no nos hagamos, de los adultos; aunque creo que será mejor que dejemos para otro día la reflexión de por qué hay adultos –entre los que me incluyo– a los que les gusta la llamada “literatura juvenil”).
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